El bosque de las agonías.
Vengo de las manos de Dios,
soy del amor y de la tierra.
Ya me recogerán los días
con una flor en la cabeza,
tumbada bajo el cielo del otoño,
muerta de amor, de vida, de tristeza.
Vengo de una noche cerrada
como el vientre que me tuviera:
traigo su forma de silencio,
su lejanía sin estrellas,
por eso nazco cada amanecer
con el pájaro fiel que me despierta.
Tuve ojos y lágrimas cuando
me miraron por vez primera,
y cuando me tocaron tuve
casa de carne verdadera,
y el que llegó con el amor me puso
un alma de ternura y de violencia.
Perfumes que hacían sufrir
y músicas que daban pena,
largo sabor de los colores
y superficiales esencias
a mí vinieron como criaturas
y todo el cuerpo se me fue con ellas.
Que Dios diga si supe amarlo
en los hijos de su belleza,
que digan los jardines muertos
si yo no fui su primavera,
que me devuelvan en locuaz memoria
lo que no supo eternizar mi lengua.
Vengo de los ojos del Ángel,
soy de su ausencia y su presencia.
Es su ternura como un río
que me rodea y me sustenta,
que viene a mí desde agraciada fuente
y con su voz me hace temblar, y tiembla.
Soy su enamorada y le debo
el dolor y la fortaleza.
Esta divina flor de amarnos
sube de raíces eternas,
y un infinito nace cada día
de tu tallo en olor de pureza.
Vengo de toda caridad,
soy de los seres que me encuentran
en misteriosa simpatía
y me iluminan y me llevan
a sentir en sus almas lo que siento,
con otra luz reconocida y nueva.
Soy de la palabra que duele
en una sangre de tragedia,
y de su aliento que decae
como la ceniza a la arena,
soy de la soledad que inventa voces
que nunca se podrán oír de veras.
Vivo en un bosque de agonías,
al aire de la adolescencia.
Relámpagos me dan dulzura,
palomas me traen la guerra,
ramajes musicales tapan ese
cielo completo que la sed espera.
Que el agua profunda me cuide
y me asista su transparencia.
Vaya desnuda, y mi caudal
sean las rosas que no tenga.
Que el fuego me traspase y me levante
al aire duro donde todo quema.
María Elena Walsh